El libro de recetas de El Buda
Autor: | Moreno Abad, Juliana |
Un día, alguien cortó con una hacha el cordón umbilical que ataba las raíces pivotantes y rizomas de los ajíes rojos, los tamarindos, las tartas de queso y el sésamo a mi cuerpo, a mi paladar. No sé quién. Nunca lo sabré. Quizá fui yo misma.
Me sentía frágil. De repente, todo era amargo y mundano. Ni siquiera sabía a cobre o a mercurio. Tan solo no existía: no podía ser descifrado por mi cuerpo. No era cognoscible. No era fuente de gozo. No era dicha.
El dolor tardó miles de noches en desaparecer.
Otro día, también de repente, encontré a un príncipe que no temía ensuciarse las manos de polvo de pimentón ni de camotillo. Es más: su piel era tan amarilla como la cúrcuma y como el sol, y tan suave como la crema de limón y las nubes.
En él, encontré calma y momentos de regocijo. Supe que las batallas no se extinguirían: que los dragones volverían a escupir fuego y lava, y las ideas volverían a marchitarse de cuando en cuando. Pero también que la comida no era una de esas batallas.
Los lunes bebo col fermentada, y ahora me sabe a vino, a cardamomo verde y a flor de azahar. Los martes ceno láminas de almendras y nueces crocantes, que hoy sé que, en realidad, son cáscaras de papel. Los miércoles me embriago con albahaca fresca y el gustillo del vinagre de manzana y del laurel. Los sábados son días de música y de templo, entonces, a las cuatro en punto, hiervo las tres tazas de agua, el azúcar y el jengibre fresco.
Ahora cierro los ojos y veo siete elefantes. Converso con monjes y con jardines.
Este es un libro de anécdotas, de palabrillas, de absurdos, de crónicas, de fábulas, de rayuelas. Todo al mismo tiempo.
Es mío y es de todos. Es de El Buda y de sus monjes. Nace en las montañas de acuarela que veo desde este taburete y en Lumbini, una tierra que quizá nunca existió. Que quizá sea fábula. Que quizá es verdad —como esta dicha y este gozo—.
Raya y pinta estas páginas, este bodegoncillo de puntapié. Léelas en voz alta y en silencio. Grítaselas al mundo de la misma manera en que yo hoy le grito: «como y bebo porque mi cuerpo no es un templo. Es un Buda amarillo. Es un Buda feliz».