Ulises y su perro
Autor: | Cluny, Claude |
«Escribir más allá de la anécdota, de la obsesión o del dolor», sentenciaba Claude Michel Cluny (Charleville-Francia, 1930) en el prólogo de su Obra poética I, publicada en 1991; la gran verdad y el gran anhelo de todo poeta. Desde entonces he leído la mayoría de su obra y ahora puedo decir que es el más asiático de los poetas franceses de nuestros días; y para prueba esta pieza extraída de «Hojas de Sombra»: «Saborea todos los placeres / sin vergüenza ni prejuicios. / Siempre un poco más acá de tu hambre». Se condensa en ella la sabiduría agridulce de un Basho en combinación con las complicidades de un Omar Khayyam y la lucidez de un Heráclito, es decir experiencia e ironía, modestia y lucidez, algo de cierta actitud Zen, sólida y suficientemente compacta como para no extraviarnos en medio de los ajetreos, las excitaciones y los conflictos. La calma que propone no es la del letargo sino más bien un sentimiento de alerta que nos aligera la existencia; algo cercano al sentir y a la serenidad de los sabios japoneses; antiguo y moderno en lo que de ello tiene la búsqueda y el disfrute de los placeres. Pero Cluny es también, y al mismo tiempo, helénico en su visión del arte de escribir y de vivir. Y a medida que penetramos en el espacio poético que ha creado, también veremos que es sefardí y australiano; quechua, aymara, criollo e indo americano de memoria oculta entre los estragos de las piedras destruidas por la historia; e incluso resulta ser el más extraterreno de todos los viajeros incógnitos que cruzan el planeta. Un sentimiento extraño brota tras la lectura de los textos en prosa que componen «Poemas del fondo del ojo». Ellos relatan una exploración en un país imaginario poblado de seres que navegan entre la existencia y la inexistencia. No por eso la aventura nos traslada a un territorio de quimeras en el que nuestras maneras de pensar y de llevar la vida no tienen sitio. La voz poética tiene entonaciones antropológicas y sociológicas, sin faltar elementos de lo que se podría calificar de geografía-ficción. Pero todo es espejismo. En realidad los habitantes de esas regiones ?los Osoletas? son más bien seres que nos intrigan, que nos interrogan, que están en todas partes porque viven dentro de nosotros, tal vez para exorcizar cierto anhelo de otra especie y en otras circunstancias. El viajero que los ha descubierto es un geómetra, un agrimensor, un experto catastral que asume los riesgos de esa aventura y los presenta con un estilo nervioso y al mismo tiempo distante: «Por lo menos poseen algo humano: ríen. Ríen en el viento que gira, como las hienas, y es para quedarse sordos. Ríen con la energía de una sirena desde el fondo de su cuerpo que flota.» Estamos ante un viajero incógnito que ha llegado más allá de la observación del paisaje y de los detalles de esa sociedad. Ha llegado adentro de nosotros. Ese «Viajero incógnito» le da precisamente título a otro de sus libros. Habita en él un hombre anónimo que avanza en la luz del tiempo sin detenerse porque la belleza está en todas partes y él quiere estar allí donde ella brota. Su camino cruza por praderas de corales y montañas de sal, por desiertos y conglomerados humanos. Y lo que ve, siente, piensa e imagina, al transmitirlo, no tiene ningún entrabe de tan habitada como está su palabra. Tiene, sí, exaltaciones y resacas, así como la certeza de una gran verdad: aquí estamos, en la soledad de los desiertos; aquí estamos, en la multitud planetaria, en el griterío de los suburbios; aquí estamos, a la sombra de los palacios. El hombre planetario, en fin, en todo el espacio. Y precisamente el espacio poético que abarca su obra, más allá del desplazamiento geográfico, se profundiza, se llena de luces, se carga de ironía y colores, se enriquece de alusiones culturales y psicológicas, en su particular relación con el tiempo. Su verso se ilumina con una gama de colores intensos (amarillos, rojos, y toda la variedad de los azules), enriquecidos por su visión de la Historia. Sus desplazamientos son, a su vez, por el espacio y por el tiempo, una manera de recuperar memorias enterradas y de revelarnos sus diferentes estratos. ¿Qué lugar ocupa, dentro de su tradición, la obra de un creador de estas características? La poesía francesa de nuestros días es un enorme laboratorio en el que se practica tanto las más atrevidas experimentaciones formales como la creación de nuevas aventuras semejantes a la de un Rimbaud, sin dejar de lado supervivencias del surrealismo y la confrontación ante lo incógnito, el mito y el redescubrimiento de los espíritus sacros que han logrado sobrevivir a la crisis ontológica que ha azotado a todo Occidente durante las últimas décadas. La poesía, sostiene Cluny, es inventora de la memoria y fundadora de divinidades. Tal vez por eso en la suya habita una mezcla de fe e inmoralidad, de sensualidad y cuestionamiento; una extraña combinación de respeto, irreverencia y pesimismo, que por momentos llega a convertirse en voz de un oráculo que emerge de la tierra, de los olores del paisaje y del propio pasado del poeta. Como se verá en la lectura de esta muestra, su vena también está nutrida por tintes de irreverencia, humor y sarcasmo. A veces adquiere vocación etnológica, arqueológica y naturalista. La obra de Claude Michel Cluny, desde la aparición de su primer poemario hasta su más reciente entrega, ha navegado por todos esos mares. Al enfrentarse con ella el lector se confrontará con situaciones de ayer y hoy, helénicas, romanas, africanas, asiáticas, europeas, latinoamericanas, como si todo el planeta fuera parte de su jardín familiar. Como si toda la historia del genero humano le incumbiera, su palabra alumbra los rincones más oscuros de un mundo multifacético, y en el que algunos de ellos precisamente han permanecido todavía más en la luz o más en la sombra que otros; o si se quiere, unos más abajo o más arriba que los otros; más visibles o más invisibles entre unas sombras monumentales. No se trata pues sólo de una ópera llena de luz y brío, de sentido del humor, de melodías a menudo clásicas pero vistas desde un nuevo ángulo, sino también de una extraña combinatoria de ternura y crueldad. El poeta se enfrenta ante la realidad con cierta chanza y una distinguida elegancia que le permiten ocultarse detrás de la belleza de las formas y de los rostros, de las obras de arte o de los lejanos lugares de su vagabundeo. La mirada acerada, el juicio de la historia, el tono y el sentido del humor esparcidos a lo largo de las composiciones de esta muestra son los pilares en los que se asienta su voz. Cluny habla con el hombre de todos los días y también con las momias sobre el sinsentido de la existencia para subrayar la situación en la que aún perduran los que sobreviven. Pero lo verdaderamente interesante es que no necesita mayores argumentaciones ni la exposición documental a la que recurren los preocupados por el destino de las civilizaciones. A Cluny le basta con aludir a la belleza inaccesible del paisaje, a los colores del viento, a ciertos detalles minúsculos de viejos ceramios, al sudor de las bestia, a todo lo que es visible, para hacernos sentir el destino de los hombres: aquí estamos, todos, confrontados con nuestro destino, en el único espacio en el que ha sido posible la vida.