Reseña

Arrojé los claveles sobre el ataúd con el collar envuelto entre los tallos. Los vi
desaparecer bajo cada palada de tierra lanzada por el sepulturero. Eran para tirarlos
uno a uno, Isabel, dijo madre, nunca escuchas lo que te digo. Yo sí la había
escuchado, pero no le contesté nada. Algo crecía en mi garganta, me incomodaba,
estaba segura de que no era por la muerte del viejo, no había razón, los viejos se
mueren. Era como una angustia, esa sensación de saber que algo desagradable
iba a llegar, era como estar debajo de una piedra a punto de caer. Tenía ansiedad,
aunque no conocía aún esa palabra.
Llevaba el vestido azul oscuro que había sido de Irene, porque el mío de
igual modelo era rojo. Ni loca te vas a poner ese color en un momento de estos, me
dijo madre antes de yo haber manifestado siquiera mi intención de usarlo. Madre
siempre nos vistió iguales. Irene escogía el color que más le gustara y a mí me
quedaba el otro, el que fuera. Aquella mañana rezongué sin éxito, no me sentía
cómoda usando las cosas de Irene, pero madre no atendió ni mis protestas ni mis
ruegos. No me molestaba ponerme ropa usada, lo que realmente me molestaba era
ponerme ropa de mi hermana y sobre todo me molestaba la mirada de madre,
melancólica, como si en realidad no me viera a mí, sino a Irene, mientras corría
botones y aflojaba ruedo. Cómo has crecido, no sé a qué hora pegaste este estirón,
había dicho a ella, no a mí, lo supe por su tono dulzón. Cada gesto suyo me
confirmaba a quién quería tener a su lado.