Mis recuerdos son aquellos paisajes. Crónicas musicales en el Caribe colombiano
Autor: | Cortés Uparela, Édgar Francisco |
Colaboradores: | Avila Pérez, Alfonso José (Editor Literario) Herrera Lora, Rosa Alejandra (Coordinador Editorial) Avila Bustos, Camilo José (Diseñador) Merchán Céspedes, Carlos (Diseñador) |
En mi adolescencia en Sahagún (Córdoba) organizábamos nuestros bailes de colegiales en alguna institución educativa o casa de familia. La música de acordeón no era muy apreciada y las orquestas más asequibles eran las de Juan Piña Arrieta (San Marcos, Sucre) y Antolín Lenes (Ciénaga de Oro, Córdoba). Mientras mis oídos adolescentes escuchaban con admiración el canto de Lucy González, la Tabaquera, con la orquesta de Antolín Lenes, en otra parte del planeta mis coetáneos se derretían por la música de unos mechudos de Liverpool (Inglaterra) llamados los Beatles. Mis compañeros y yo no teníamos idea de quienes eran ni conocíamos sus canciones. Por eso afirmo que Antolín Lenes y Lucy González significaron para nosotros el equivalente a los Beatles para los británicos. Desde entonces empecé a interesarme en nuestra música regional, con la característica de que también investigaba detalles de las agrupaciones, los músicos y los compositores. Pocos meses antes de terminar el bachillerato, en 1965, los estudiantes organizamos una fiesta con la banda de Caimito. Los músicos tocaron el porro “María Elena”, del maestro José Tarcila Ricardo Vergara, Mañungo. Causó tal alborozo que, por solicitud del público, lo interpretaron muchas veces. Lo curioso es que al siguiente día nadie se acordaba de la melodía del porro, que es instrumental, y no había registro del evento porque no existían las grabadoras ni los medios tecnológicos disponibles ahora. Después de varios días, un profesor me sacó de una clase y ante mi temor por un posible castigo, me dijo, “¡no seas pendejo, deja el miedo, es que me acordé de la melodía del porro de la fiesta!”, y procedió a silbarla. El maestro Mañungo es protagonista de una de mis crónicas y con el tiempo hemos llegado a ser buenos amigos.
En los años sesenta tuve la fortuna de estar en la sabana y vivir el despertar de la música de acordeón con músicos notables como Alejandro Durán, Calixto Ochoa, Andrés Landero, Lisandro Meza, Alfredo Gutiérrez y Julio de la Ossa, entre otros, y la creación de nuestra agrupación insignia: Los Corraleros de Majagual.
Cuando terminé el bachillerato, mi mejor opción fue estudiar Ingeniería Química en la Universidad del Atlántico, en Barranquilla. Una madrugada de enero de 1966 agarré una chiva que me llevó a Sincelejo y ahí tomé el pullman que me trasladó a Barranquilla. Había que pasar por Cartagena porque no existía el puente de Cala-mar.
Mis oídos, siempre despiertos para la música, empezaron a asimilar las nuevas sonoridades que me ofreció la Arenosa: los grupos venezolanos (Billo, Melódicos, Los Blanco), la música siempre vigente de Aníbal Velásquez, Pedro Laza, Pete Rodríguez, Joe Cuba con Cheo Feliciano; enumero los que mi memoria recuerda con facilidad. El acordeón sabanero solo lo escuchaba en la música de Los Corraleros. Hubo un grupo que me impactó desde que lo escuché por primera vez: Richie Ray y Bobby Cruz. Asistí a una de las cuatro presentaciones gratis en vivo que realizaron en Barranquilla cuando la visitaron por primera vez. Al graduarme como ingeniero me radiqué en Bogotá, donde viví lo que yo denomino “el parto del vallenato comercial”. En las emisoras no programaban ese tipo de música y mucho menos en la televisión. El acordeonista de respeto era Alfredo Gutiérrez, pero empezaron a despuntar los Hermanos López y, posteriormente, los Zuleta. Gracias al gran amor que profesan los nativos de la provincia de Padilla por su cultura supieron granjear-se el apoyo de importantes padrinazgos que, aunados a algunos factores económicos regionales, lograron posicionar la música vallenata como un reconocido género a nivel nacional e internacional. Por el culto a su naciente popularidad surgieron pequeños grupos de costeños (a veces participaban cachacos) que los fines de semana se reunían en apartamentos o casas, y llegaban con acordeones, cajas y guacharacas, para disfrutar de esta música en vivo, con la consecuente queja de los vecinos andinos que no soportaban “el alboroto” y llamaban a la policía. Para escuchar un programa de música de acordeón teníamos que sintonizar Radio Juventud, los domingos a la una de la tarde, para disfrutar el programa Concierto vallenato que dirigía Carlos Melo Salazar.
A principios de los ochenta me radiqué de nuevo en Barranquilla y viví el esplendor del merengue dominicano. Fue una época de me-rengue y vallenato. Por razones de trabajo debía estar bastante tiempo en la Guajira porque trabajaba para una multinacional explotadora de carbón. Desde siempre estuve pendiente del movimiento musical y atesoraba muchos vinilos. La información que encontraba en las carátulas con los créditos de los músicos participan-tes en las grabaciones, las conversaciones eventuales con artistas y la lectura de textos sobre el tema me permitieron tener un aceptable conocimiento de la música popular.
Nunca tuve iniciativa de transmitir o plasmar mis experiencias musicales en algún medio, hasta cuando leí en la columna de Édgar García Ochoa, Flash, de El Heraldo, que alguien solicitaba vinilos de música de los sesenta para consultar canciones destinadas a musicalizar una película. Como la Barranquilla de 1989 era bastante pueblerina, llamé al teléfono fijo que indicaba la columna y acordé con el interesado encontrarnos en mi casa. El personaje resultó ser Álvaro Suescún Toledo, reconocido gestor cultural de Barranquilla, quien se presentó acompañado por un artista y amigo común. En el curso de la conversación mostré a mi amigo un texto que yo había escrito (con máquina de escribir) sobre música de acordeón. Lo leyó y se lo pasó a Álvaro, quien hizo lo propio. Después de conversar el tema de la visita comentamos la muerte reciente de Alejo Durán, el 15 de noviembre de 1989, y Álvaro solicitó que le regalara una copia del texto. Le entregué el original porque no tenía ninguna pre-tensión al respecto. El domingo 17 de diciembre de 1989 apareció en la Revista Dominical de El Heraldo un artículo titulado “Reflexiones para despedir a Alejo”, por supuesto me interesó y empecé a leerlo desprevenidamente. A medida que leía iba reconociendo mis pensamientos y palabras, no obstante, fue tal mi incredulidad que se me dio por verificar quién era el autor y, por supuesto, aparecía mi nombre. Creo que este fue el punto de partida para tomarme con-fianza y empezar a publicar textos sobre la música y los músicos del Caribe colombiano; casi siempre se basan en conversaciones con el personaje y trato, en lo posible, de consultar en otras fuentes solo fe-chas y datos estadísticos.
En 2012 un grupo de amigos fundamos en la emisora de la Universidad de Cartagena un programa radial llamado “La hamaca grande”, en honor a la emblemática obra musical del maestro Adolfo Pacheco. Al poco tiempo, los miembros del grupo se ocuparon en sus actividades profesionales y asumí en solitario todo lo relaciona-do con nuestro proyecto. Lo primero que hice fue orientarlo hacia el tema de la memoria. Como la preparación del programa implicaba hablar con los sabios de la tribu, tuve el privilegio de conocer a muchos de ellos cuando ya no recibían los reflectores de la fama y la popularidad. Pude, considero, ganarme su confianza y la de sus familias. Emitimos 548 programas, gran parte de ellos también re-producidos por las emisoras de las universidades de Córdoba, Sucre y Pontificia Bolivariana, sede Montería. El destacado locutor colombiano Dagoberto Puello Buelvas, sanjacintero, residente en Houston, Texas, EE. UU., también lo reproducía en su emisora virtual Radio Musideportes. La pandemia del covid me obligó a suspenderlo.
Varios amigos generosos me insistían en que debía plasmar en un documento todo ese cúmulo de experiencias sumadas a lo largo de mi vida. Decidí hacerles caso y con su aguijón persistente logré ar-mar el presente libro, mi ópera prima, que espero no sea mi canto de cisne.
No hice otra cosa que contar lo que me dijeron los maestros.
Édgar Cortés Uparela