Reseña

Esta pequeña suma de recuerdos de Gloria Rendón, con sus brisas y sus ráfagas, refleja en su conjunto la vida y las vicisitudes de un pequeño municipio de los Andes colombianos; se trata de una colección de historias minimalistas de los años 70 que dan cuenta de las alegrías y tristezas de sus pobladores, sin más adornos que una sencillez y una franqueza de inocencia lúcida que llega directo al corazón. Es una sensación extraña y dulce. Uno se siente caminando por esas calles de Apía, corriéndole a los toros que aparecen de pronto furiosos de no se sabe dónde, disfrutando y temiendo a los juegos pirotécnicos de la vaca loca y el castillo, patoniándose las semanas santas y las fiestas navideñas, en medio de la camaradería y la solidaridad de una comunidad unida por lazos familiares y un afecto sincero entre vecinos. Los telegramas, las esperas eternas en Telecom para hacer o recibir una llamada, los accidentados viajes por carreteras sin pavimentar, las pilatunas de las adolescentes trepadas en los techos, los chismes que nunca faltan, el ir y venir de buñuelos y natillas, nos evocan un pasado común. Eso vivimos los colombianos nacidos por esas calendas. Nuestro país era todavía mayoritariamente rural y todos teníamos abuelos y familiares en el campo y un contacto permanente con los pueblos natales de papá y mamá. Campesinos al fin y al cabo, enamorados de la tierra y de sus frutos, convencidos de la importancia del trabajo honrado y el respeto por los demás. Y si bien la violencia irracional y estúpida ensombrece el panorama, los recuerdos permanecen limpios. Y todo, el pueblo y sus casas de puertas abiertas; los ventorrillos donde venden colaciones, turrones de coco y frunas; la tumbada de la Cera Resplandor; las puchas de maíz y el atado de panela; la laboriosidad y el protagonismo de sus mujeres; los bultos de mercado fiados en la tienda mientras se recoge la cosecha, y las buenas gentes de Apía, su plaza y sus jardines, salen, como por un encanto proustiano, de una taza de café.