La vida del ahorcado
Antología mínima
Autor: | Palacio, Pablo |
Imagino el susto de la pobre señora. Fue a lavar la ropa de doña Clementina Palacio y de su pequeño hijo, Pablo, en el río, mientras cuidaba del niño, que tenía apenas tres años. Cuando volteó, Pablito ya no estaba a su lado. Resulta que este se había metido al río, que lo había arrastrado corriente abajo. Cuando lo encontraron, estaba a medio kilómetro de distancia de donde se había perdido, cubierto de moretones y laceraciones. Después del accidente, Pablito, que hasta entonces no había evidenciado poseer una inteligencia extraordinaria, empezó a expresarse con una propiedad y sofisticación que asombraba a sus mayores. Eso cuentan.
Entre los que lo contaron, estuvo el influyente ensayista ecuatoriano Benjamín Carrión, tal vez el único intelectual de renombre en el país que respaldó a Palacio y su obra. Y es que no muchos, en el Ecuador de los años 20 del siglo pasado, se tomaron muy bien que un muchacho de 21 años viniera a poner de cabeza la literatura nacional, en aquel momento acaparada por lo que se conoció como “indigenismo” y “realismo social”.
El subtítulo “antología mínima” aplicado a este libro se refiere menos a la cantidad de textos aquí contenidos que al mínimo esfuerzo del antologador para escogerlos. Es casi unánime que estos son los tres escritos más representativos de Pablo Palacio, los que trazan de manera más clara su trayecto, precoz e inaudito.
El primero, “Un hombre muerto a puntapiés”, comparte el título con su primer libro de cuentos, del que, por supuesto, formó parte. Fue también el libro con el que Palacio inició su estrépito en la literatura ecuatoriana. El cuento trata de la obsesión de un narrador en primera persona con esclarecer los hechos que encuentra en una crónica roja. El término un hombre muerto a puntapiés le parece hilarante por alguna oscura razón, lo que lleva al inicio de una peripecia de elucubraciones absurdistas. El cuento logra un perfecto equilibrio entre el realismo dominante de la época y las perspectivas oblicuas y satíricas tan únicas de Palacio.
Dentro del idiosincrásico canon de nuestro autor, Débora se considera como una novela, a pesar de su brevedad. Pero lo que importa es que se trata quizás del texto donde más se cristalizó la propuesta de este escritor. Casi un manifiesto:
“Lo malo está en que nuestra admiración es improductiva y en que si nos dedicamos a revocar lo que se cae, a hacer la limpieza de lo que construyeron, seremos ridículos ante nuestros hijos. Y dirán de nosotros: ‘Los escuderos de nuestros abuelos’. O: ‘Los maestros remendones’”.
Acá, sin tapujos, Palacio expone su sed de renovación, anuncia que está tratando de socavar los cimientos de lo que se entiende por literatura en su país y en su época. Otra:
“La novela realista engaña lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se calla, no interesaría a nadie”.
Buscar sintetizar la trama de Débora es inoficioso. Lo que hay en este texto son gestos, es rebelión y destrucción. Carrión, comentando sobre lo que hasta entonces era la obra de Palacio, auguraba que muy pronto, habiendo logrado derribar tantos estatutos con sus primeros escritos, los lectores recibirían una gran obra por parte del joven autor, un verdadero “ejercicio disectivo” de alguna de las grandes pasiones de la humanidad, el amor, el dolor, la esperanza. Lo que recibieron fue La vida del ahorcado.
Se aplica, con esta segunda novela breve, y redoblada, la anterior rendición ante el intento de describir los hechos en Débora. La vida del ahorcado es, si se puede, más descoyuntada aún que su predecesora. En ella un narrador muy oculto, llamado Andrés, entra y sale de una seguidilla de hechos absurdos y retratos cómicos que a estas alturas solo se pueden describir como “palacianos”. Acá el ecuatoriano lleva al extremo su estilo, su visión. Tal vez Palacio supo que ya no habría dónde ir, y la ortodoxia de literatura nunca fue una opción para él. Al final de la lectura, es fácil entender quién fue el que quedó ahorcado.