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ISBN 978-958-5596-49-8

Memorias: conceptos, relatos y experiencias compartidas

Autores:Puerta Henao, Catalina María
Piedrahita Arcila, Irene
González Arango, Isabel
Londoño Isaza, Juan David
Nieto López, Judith
Acevedo Sáenz, Liza
Sánchez Medina, Luz Amparo
Alonso Espinal, Manuel Alberto
Quiceno Toro, Natalia
Nieto, Patricia
Zuluaga, Pedro Adrían
Angarita Cañas, Pablo Emilio
Osorio Vargas, Raúl
Arenas Grisales, Sandra Patricia
Giraldo Escobar, Sol Astrid
Hernández, Yhoban Camilo
Kopp, Matthias
Grasa Hernández, Rafael
Herrscher, Roberto
Chababo, Rubén
Colaborador:Nieto, Patricia (Coordinador Editorial)
Editorial:Universidad de Antioquia
Materia:300 - Ciencias sociales
Clasificación Thema::JBC - Estudios culturales y sobre medios
Público objetivo:Profesional / académico
Disponibilidad:Disponible
Estatus en catálogo:Próxima aparición
Publicado:2020-01-31
Número de edición:1
Número de páginas:394
Tamaño:15.5x21.8cm.
Precio:$30.000
Encuadernación:Tapa blanda o bolsillo
Soporte:Impreso
Idioma:Español

Reseña

Ejercitar la memoria trae enormes beneficios para la salud individual y colectiva. Activar la memoria permite la formación de nuevas y complejas redes de sinapsis, por medio de las cuales el sentir y el pensar se preparan para comprensiones más amplias del mundo y del conocimiento. Lo que a la postre fortalece el movimiento y la actividad de órganos y células en todo el cuerpo. Así mismo cuando los individuos, unos a otros, se acompañan en los ejercicios de memoria sobre el territorio y los seres que lo habitan, el tejido social y natural recibe un espacio para su participación en lo que ha sido la vida, la convivencia, el compartir. Una sana memoria colectiva ayuda a valorar el territorio como un tejido de seres en mutua interdependencia y lo dota de sentido para la existencia. Con estos propósitos, se han reunido en este libro académicos, artistas, periodistas e investigadores para invitarnos a practicar juntas la memoria. Los ejercicios que nos proponen tienen la finalidad de reconstruir los caminos que nos lleven a reencontrarnos. Saber dar y recibir un abrazo, entender y comprender las circunstancias de los otros, son procesos cognitivos y emocionales de alto rango.

Memoria histórica: conceptos, imágenes y experiencias compartidas abre con el apartado “Articulaciones conceptuales”, donde los autores, desde diferentes experiencias y formaciones disciplinarias, empiezan a dilucidar cómo la memoria contribuye a la sanación de las múltiples violencias por las que Colombia ha tenido que atravesar desde el mismo momento de su fundación. Las dolencias provienen de los olvidos inducidos en la idea imaginada de nación. Catalina Puerta, en Víctimas. Genealogía reciente, aspectos jurídicos y construcción social del concepto en Colombia, nos presenta la historicidad del concepto de víctimas como punto clave para la comprensión y no repetición de sociedades enfermas. Es a partir de los testimonios de las víctimas que puede saberse la dimensión de sus pérdidas y dolores. Estos relatos, en su mayoría elaborados por iniciativas comunitarias, “han salido a la luz, para darle lugar al reconocimiento de memorias colectivas que durante mucho tiempo habían sido silenciadas a sangre y fuego” (p. 21). El miedo —que sin duda ha sido el arma al cuello de todos los colombianos—, puede ser contrarrestado si le damos cabida a otras posibilidades de hacer ciencia, a otras epistemes que dialoguen con los territorios y sus pobladores. Juan David Londoño, en el capítulo La memoria histórica: una oportunidad para el cultivo de la ciudadanía, nos interpela al preguntarnos si es posible derivar conocimientos válidos empleando la memoria histórica. La respuesta es completamente afirmativa. Otra manera posible de hacer ciencia proviene de la comprensión de los múltiples relatos subjetivos de las víctimas y los victimarios. Testimonios que nos permiten comprender las causas de la guerra, nos acercan a la empatía con el otro, nos obligan a no optar por la indiferencia y, consecuentemente, por la complicidad del silencio que concede la razón a los más violentos. Por eso mismo, la memoria histórica se debe “elaborar de manera ejemplar, esto es, dando lugar a reflexiones que podrían además de cultivar los sentimientos morales que fortalecen la democracia, como son la empatía, la solidaridad y la cooperación, llevar a acciones que buscan proteger la vida de las personas” (p. 33). De allí surgen nuevos impulsos, nuevos cuestionamientos: ¿Para qué la memoria? ¿Cómo nos ayuda a la salud colectiva y a la restauración de la vida? Judith Nieto, en Sobre la naturaleza de la memoria histórica, a medida que nos guía en el desarrollo que ha tenido el concepto de memoria, nos alerta que el olvido no es la salida a la reconstrucción de la paz. Al contrario, remediaremos los lazos sociales y de fraternidad desde que “el acceso a la memoria sea desde el lenguaje, por la vía de la narración” (p. 49). El recuerdo verbalizado nos devuelve a las víctimas nuestra dignidad, nuestro ser ciudadano, “la memoria se transforma en conciencia, se vuelve fuente de reflexión, de pregunta, de querer saber: ¿qué pasó?, ¿cuándo? y ¿cómo pasó? (p. 51). La tragedia narrada crea conciencia del ser en un ayer y le hace posible un futuro. Y decimos que la memoria histórica nos devuelve porque, como señala Raúl Osorio en Habla agua, habla agua, habla, hay una urgencia de la historia oral de vida que nos involucre a todos para la sanación. Involucrarse, sentirse y abrazarse a partir de la escucha de los testimonios de los otros son dimensiones epistémicas para un vivir distinto. La “filosofía de la escucha es vivir en el tiempo de la narración del otro, del diferente, del parecido, del lejano, del cercano, del contrincante, del amigo” (p. 56). Y es el periodismo, entre otras disciplinas, el más abocado a acompasarse al tiempo narrativo del otro. Osorio subraya que el periodista, superando los límites de la objetividad que la técnica le ha impuesto, a partir del reportaje-historia oral debe “ir más allá del estudio sujeto-objeto, para caer en la imprescindible relación sujeto-sujeto traspasada por el tamiz de las realidades” (p. 58). Pero la memoria es de fácil manipulación nos advierte Luz Amparo Sánchez en De la memoria manipulada y del deber de memoria. Las estructuras de poder de una nación eligen cuáles serán los relatos que determinen la identidad colectiva y, la mayoría de las veces, “los recursos de manipulación que ofrece el relato se hallan movilizados fundamentalmente en el plano en el que la ideología actúa como discurso justificativo del poder, de la dominación” (p. 72). Las memorias de las injusticias, legitimadas por estos actores del poder, lograran dislocarse si se acude a la formación de una cultura de la memoria que nos aleje de “relatos, sentimientos de miedo y negación de otras memorias, memorias heridas, menores, locales” (p. 76). Y para la formación de una memoria que nos sane Patricia Nieto y Yhoban Hernández, en El periodismo y sus trabajos por la memoria, cierran este apartado vislumbrando que la violencia política colombiana, muchas veces legitimada por los medios de comunicación, requiere de un periodismo narrativo donde haya un “trabajo participativo entre reporteros y personajes” (p. 85). La divulgación de la verdad debe acudir a la memoria de los desoídos, pues “es a través de la constatación del daño infringido que surge la consideración del testimonio como instrumento pedagógico” (p. 84-85) para la no repetición, paro el ¡nunca más!

Esta urgencia inaplazable de la memoria —de ser reconocida y empleada como una herramienta pedagógica para la convivencia en sociedad— también ha sido narrada a través de otras formas simbólicas. Las imágenes, los colores y el movimiento de nuestras memorias han sido registrados en la fotografía, el cine, las esculturas y otras expresiones del arte. “Lugares de refugio: el arte frente a la guerra”, el segundo apartado del libro que nos ocupa, usando un tono más ensayístico, revisa la participación de artistas latinoamericanos en el ejercicio de contar lo que nos ha pasado y hemos permitido que pase. Rubén Chababo, en Imagen y poder: borrar/mostrar lo que no debe ser visto, a partir del análisis de una serie de fotografías sobre la Argentina de los años setenta y ochenta del siglo xx, hace hincapié en cómo los fotógrafos documentalistas, amparados en las violencias del Estado, manipulan sistemáticamente la memoria colectiva borrando a “hombres y mujeres que ocupan un lugar no asignado en la sintaxis del sistema, que perturban el orden imaginado, cuyas presencias deben ser alejadas de nuestra vista” (p. 79). Esos cuerpos no siempre estarían en el olvido o en la exclusión si no hubiera una aceptación de los observadores. El arte está llamado, por eso mismo, a desactivar este mecanismo de manipulación socialmente aceptado. En el arte contemporáneo por suerte ya hay reporteros gráficos que desde su lente reparan simbólicamente a los invisibilizados y les dan “el justo lugar que los vencidos siguen reclamando como propio, desde su ausencia, en el inmenso corazón de la Historia” (p.92). Tarea a la que también se han sumado los cineastas. En El cine y la guerra en Colombia: las imágenes, a pesar de todo, Pedro Adrián Zuluaga, retomando cuatro producciones audiovisuales sobre la guerra colombiana, nos constata que hay realizadores comprometidos con la memoria histórica. En sus películas las imágenes se vuelven un acto político reparador de las víctimas. Por eso tales “trabajos se entrelazan con varias tradiciones y emergen a partir del giro que ha dado la producción cultural, para poner en primer término la subjetividad de las experiencias y lo performativo en la manera de organizarlas y ofrecerlas para el público” (p. 93). El arte, como vemos, nos ha servido para ocultar o para hacer visible lo oculto, lo indeseado. Doble ejercicio que Sol Astrid Giraldo retoma en Medellín (1980-2013): Las grietas del espejo. Arte, violencia y memoria. Así nos expone cómo el arte repercutió, entre 1980 al 2013, en una de las ciudades más violentas de Colombia. Medellín, aún en contra de su cultura masculina, blanca y católica de su fundación, propendió por reconstruir una sociedad progresista, abierta a las expresiones del arte. Su proyecto cultural creó instituciones artísticas y simbolismos que le dieran a la ciudad este aire en oposición a esa otra realidad, difícil de esconder, la del narcotráfico y la de las amplias desigualdades sociales. Memorias que otros artistas no pudieron obviar “logrando todo lo que la forma cerrada y completa no pudo: dialogar con su entorno, narrar un momento, resistir a la lógica de la muerte, recordar” (p.113). El arte va a las calles, a los espacios públicos, donde conjuntamente, artistas y víctimas, reparan simbólicamente las violencias de la guerra. Contar es crear. El lente, el pincel, el escoplo o la tinta traen lo ausente para revisar el presente y, colectivamente, decidir ir o no ir a los mismos lugares. Invitación decida que nos plantea el último capítulo de esta sección. Roberto Herrscher, en De ¡Basta ya! a ¡Nunca más!, aludiendo a una serie de periodistas narrativos latinoamericanos, nos muestra una forma de contar que “clama por el fin de la guerra y la violencia” (p. 133). Y para definir y entender estos procesos dirigidos a nuestras sociedades en camino al post-conflicto, el periodismo narrativo ha dado obras que investigan lo que realmente pasó, cuentan las historias de las víctimas y no exclusivamente los relatos oficiales engañosos. Narrar sanando implica un periodismo investigativo que aporte piezas claves para la sentencia de los victimarios, una historia que “nombra, recuerda, hurga, presenta al mundo el mal hecho y en cierta forma lo repara” (p. 146), un periodismo que aboga por la reconciliación de víctimas y victimarios.

Para resistir y vencer el miedo es necesario que todos nos vinculemos, que busquemos alternativas para narrar, recordar juntos. Con esta intención se abre la última sección del libro: “Experiencias recientes para vencer el miedo”. Sandra Patricia Arenas, en Resistir al miedo, comienza analizando los espacios de sociabilidad que la gente del común, los ciudadanos víctimas de los enfrentamientos de las distintas fuerzas de poder de Medellín, instauraron de manera férrea. Los barrios se armaron de propuestas artísticas donde el baile, el teatro, los payasos, los poetas protestan, buscan otras opciones de vida para los jóvenes. La fiesta “era una forma de romper con los controles, de reactivar redes, de unirse” (p.156). La ciudad no tenía, para entonces, más lugares de refugio que la esquina o la cancha, espacios connotados de violencia o sicariato. De ahí que, señala la autora, se crean políticas para la convivencia dando lugar a foros comunitarios, casas de la cultura, grupos juveniles y bibliotecas donde había otras opciones de vida ligadas al arte y al conocimiento. La gente no estaba dispuesta a olvidar. Por iniciativas propias o barriales, las calles de Medellín se inundan de “altares espontáneos” donde “las personas encontraron los mecanismos de expresión de sus memorias, tal vez no a través de grandes acciones, sino de pequeños gestos que evidenciaban un esfuerzo por retornar a una cierta cotidianidad y sobreponerse al dolor” (p. 161). Las resistencias han encontrado otros lenguajes, igualmente legítimos, para narrar el dolor. Natalia Quiceno, Liza Acevedo e Isabel González en Víctimas, tejidos y legados políticos nos describen la iniciativa de tejer de los familiares de personas desaparecidas y de mujeres víctimas. Tejer es reelaborar la violencia y neutralizar el olvido. El tejido y el bordado son, “no solo como trabajo narrativo para testimoniar acontecimientos violentos, sino como apuesta creativa en términos sociales y políticos, una apuesta para sanar, reparar y promover la movilización de la palabra-imagen de la experiencia femenina del conflicto armado” (p. 172). Recordar y narrar las violencias también ha implicado que coexistan distintos relatos que se complementan o contradigan. Manuel Alonso e Irene Piedrahíta, en Formas para narrar, concluyen —al revisar las variadas interpretaciones de los motivos de la violencia en Medellín, contadas con tanto interés por los narradores— que “aparecen hipótesis que a fuerza de repetirse ya forman parte de los lugares desde los cuales se explica la violencia en la ciudad” (p.84). Los autores nos invitan a revisar las interpretaciones sobre el origen de la violencia: la exclusión y la marginalización de poblaciones periféricas, la incapacidad del gobierno de garantizar la norma y seguridad en todo el territorio y la crisis del modelo cultural y de valores antioqueños. La idea del progreso económico a toda costa dio lugar a que el narcotráfico, en su promesa de ascenso social, ganancia de poder y consumo, se instalara con tanto éxito en los planes de vida de los jóvenes. Esa realidad extensamente narrada y casi idealizada ha ocultado otras manifestaciones de violencia que podrían conocerse si se va de nuevo a los relatos conservados en la memoria de los habitantes de los barrios de la ciudad. Pablo Angarita, en esta misma línea, revisa en Medellín entre memoria y olvido cuarenta años de violencia donde actores legales e ilegales han usado la violencia para asumir el control urbano. “Medellín se ha venido construyendo en medio de agudos conflictos de intereses contrapuestos, con momentos más intensos, expresados a veces con silencios, con protestas, con movilizaciones y en no pocos casos tratados de manera violenta” (p. 194). Memorias construidas desde la inmediatez de los medios de comunicación que “manipulan el dolor para batir récord, pese a que la repetición de tanta calamidad humana pareciera producir efectos somníferos en una sociedad que se muestra con escasa sensibilidad frente a la tragedia” (p. 202). Construir la paz implica acciones conjuntas. Rafael Grasa, a medida que analiza en Construir la paz es mucho más que implementar acuerdos o hacer las paces, reflexiona y problematiza los Acuerdos firmados en La Habana. Si bien la sociedad colombiana avanzó en gestos de confianza al firmar la paz, ahora requiere formar a la ciudadanía para “resolver, reconstruir, reconciliar” una paz duradera. Y un factor clave “será el énfasis territorial: lo que cada comunidad, vereda, pueblo, ciudad y departamento añada a la agenda nacional” (p. 208). Esta sección cierra con Balacera en Balboa, reflexiones de Matthias Kopp sobre el valor de los aportes del periodismo a la memoria colectiva. Reconstruyendo su propia memoria, como periodista extranjero que documenta la violencia colombiana, demuestra que el periodista es “portador de memoria” (p. 221) subjetiva que desplaza los imperativos de objetividad de la noticia, y lo ubica como un sujeto que le imprime a sus relatos sus convicciones. Este periodismo comprometido con la memoria para la sanación elabora la noticia “en un espacio donde se entretejen la memoria colectiva y la memoria individual” (p. 224).

Este conjunto de ejercicios para la memoria son herramientas pedagógicas. Requieren de implementaciones en la vida cotidiana, en el hogar, en la pareja, en los medios, en la política, en el arte, en la escuela y en la universidad. De no ser así quedarán ancladas a un desiderátum que no es posible hacer amanecer en una sociedad más justa y digna. Ahora nos corresponde a sus lectores la decisión de poner en práctica estas lecciones de afecto.

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