La puerta de Tanhauser y tres apólogos
Autor: | Velasquez López, Alexander Eduardo |
Colaboradores: | Avalo Valencia, Juan Esteban (Diseñador) Avalo Valencia, Juan Esteban (Editor Literario) Ramírez Vásquez, Andrés (Editor Literario) |
Vérselas con la poesía –ya sea en una lectura personal o ya sea en su escritura– se acerca muchísimo más a la observación de rituales animistas que a la aplicación de técnicas literarias o reflexiones filosóficas y críticas. Ya desde el Fedón se ha dicho que del poeta se esperan ficciones y no discursos. Igual que con el Leviatán bíblico, la poesía no puede discernirse ahora de otros ‘géneros’, y esto en virtud de su poderosa naturaleza que no atiende a razones. Tal vez uno de sus rostros sea el de representar una defensa destructora de la imaginación; y aunque la buena poesía podría carecer de tales dientes y escamas, “¿quién le hizo frente y quedó salvo?” Nadie busca hoy –siquiera– la fórmula para aplacar las pasiones ambiguas del amor y el odio en el alma, escrutando por ejemplo las delicadezas verbales del latín de Catulo. Pero porque la palabra puede decir siempre muchas cosas y para cualquier época, qué sugerente su lengua, qué justa su medida para decir qué se desea cuando se desea. Leer poesía es un trabajo donde no se excluyen placer y dificultad, cuerpo y espíritu. Y bajo su guarda y disposición también son útiles los aparatos intelectuales más o menos logrados y los análisis más o menos sesudos de cualquier especie.
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Alejandra Pizarnik observó que la palabra señala al tiempo tres direcciones: “dice lo que es, pero además, más y también otra cosa”. A propósito, lo hizo en un poema llamado “La palabra que sana”. Dejándose tentar por el parafraseo (ejercicio de baldía que trata de justificar la presencia de esta página), uno podría definir estas tres vías que despliega el poema como esa amplitud del sentido que se percibe más allá de su ‘sentido común’. La poesía acrisola del modo más claro las relaciones de esta trivialidad esencial de una lengua que también obra inconsciente en el mundo. Porque una de las experiencias más comunes al vérselas con la poesía es el sentimiento de confianza que inspira sólo porque su agudeza o su belleza da cuenta de las conmociones que solicitan el destino de nuestras vidas. Por tanto la poesía es útil del modo más bello posible al ayudarnos a intuir aquello a lo que nos atenemos como realidad; aunque como un brillo primero y último de lo que no nos pertenece –o de lo que ignoramos que es nuestro–. Ella hace tiempo y ritmo: nos sueña. Y en suma: anima todas las cosas que regresan del olvido perentorio.
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Lo que esta digresión peregrina pueda decir sobre el asunto, está ya felizmente comprendido –y siempre mejor– en los mismos poemas. Para ejemplo, dos ficciones de sendos poetas de la tierra. (¿Y en qué sentido se hablaría hoy y aquí de ‘de la tierra’?). Una es de Gregorio Gutiérrez:
¿Conoces tú la flor de batatilla
la flor sencilla, la modesta flor?
La otra, de Epifanio Mejía (un brujo, según Fernando González):
Cargadas de silencio pasan mis noches