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ISBN 978-958-59295-4-8

La Danza del Atrato

Autor:López, Felipe
Colaboradores:Arenas, Daniel Esteban (Diseñador)
Acevedo, Daniel (Prologuista)
Editorial:Municipio De Envigado
Materia:860CO - Literatura colombiana
Clasificación Thema::DCF - Poesía de poetas individuales
Público objetivo:General / adultos
Disponibilidad:Disponible
Estatus en catálogo:Próxima aparición
Publicado:2018-05-31
Número de edición:1
Número de páginas:52
Tamaño:13x21cm.
Encuadernación:Tapa blanda o bolsillo
Soporte:Impreso
Idioma:Español

Reseña

Cuando se piensa el tema de la danza en la poesía se encuentran algunos pocos referentes literarios como el texto “los funerales de Isadora Duncan” de Cesar Vallejo o el ensayo “Filosofía de la danza” de Paul Valery. Ambos poetas en sus respectivos ensayos demuestran su admiración y perplejidad ante la irrupción del baile y el enigma del movimiento. No es fácil llevarlo al plano del lenguaje. El mismo Valery afirmaba: “Es mucho más simple construir un universo que explicar cómo un hombre se sostiene sobre sus pies”. Por lo mismo, la empresa que se propone “La Danza del Atrato” no es fácil, pues la poesía no basta, sino que se necesita también una conexión muy fuerte con el cuerpo y sus potencias. No es fácil escribir sobre la danza, tema inabarcable para muchos poetas, porque implica un conocimiento que no se encuentra en bibliotecas, sino en la percepción, en la experiencia cotidiana y en el encuentro con el otro. Ya de por sí, en un primer acercamiento, se puede decir que hay un acto de valentía en estas páginas, un riesgo, una compleja búsqueda que empieza en el movimiento de los cuerpos y pasa por el poema escrito. Quizás nunca terminé: La danza es un misterio que limita con lo sagrado, con el enigma de la selva.
El poeta ejerce en “La danza del Atrato” el papel de traductor, lector del cuerpo, de sus movimientos, de sus posibilidades, de sus sentidos agudizados por la música y el baile. Lleva al plano de la imagen cada sensación, cada latido, cada parpadeo, cada agitación de cadera alrededor de una fogata. La danza es para López vitalidad y resistencia, y por ello se sumerge en ella, como un arqueólogo de los sentidos, para encontrar en el fondo aquella reliquia de la imposibilidad, no de encontrar un sentido, sino de la felicidad perdida de aquellos que no saben bailar. Como bien termina su poema el Calentamiento cimarrón: hay hombres con sus músculos fríos / escribiendo poesía. / Qué triste /es no bailar. El baile, el encuentro de los cuerpos, se resignifica en la danza del Atrato y se convierte en un acto de resistencia contra la violencia, la tristeza y los afectos negativos.
La primera parte del poemario es un diálogo, en su mayoría en prosa poética, con el padre, que no debe asimilarse con el padre biológico, sino con una suerte de deidad perdida, que habita en la selva y en los ríos, y que conoce todos sus misterios. Es un retorno a los orígenes para tener una nueva mirada sobre la fauna, la selva y el río. Animales como: la tortuga morrocoy, la luciérnaga y el saíno aparecen en los recuerdos del infante como ecos y como bailarines imperturbables por el tiempo. La danza y el espacio se vuelven sagrados; el contacto con el río, la infancia, la memoria del cuerpo marcan un trayecto acuático, no sólo en el Río Atrato, sino al interior, en las cavernas subterráneas de la piel.
En la segunda parte pasamos de la esfera de lo sagrado a la esfera del cuerpo (qué también es, en cierta medida, un territorio sagrado), pero no cualquiera, es el cuerpo del cimarrón, inmerso en la danza, y la multiplicidad que le conforma: los labios, los parpados, las cejas, el sudor. La corporalidad es explorada para intentar entender el mecanismo que activa la danza y para denunciar el olvido, los abismos, la melancolía y las pesadillas que trajo la violencia a esta región (que en el tono de la poética de López adquiere un matiz universal que nos afecta y nos conmueve). Sin embargo queda el acto de erguirse, de bailar, de romper el silencio como un acto vital y de resistencia (o existencia) contra el olvido y las potencias del odio. El cimarrón es consciente. La danza, como la poesía, es lo inaprensible por el poder, el capital y la oscuridad del mundo.
El recorrido continúa entonces, como el de una piragua en el Atrato, hacia un tercer momento vital. Una canción primigenia nace del interior del Guayacán y se agita en las corrientes del río. El ritmo del poema es clave y desborda una serie de imágenes que despersonaliza la danza y nos hace participes del ritual. La imagen se fragmenta, al mejor estilo neobarroco, para afianzar el acto de resistencia sagrada. Porque solo creeré en un dios que sepa bailar y de él será el reino del currulao (…)”. El Atrato es “El imperio alegre del dios que baila sobre las piras de la manzana mordida, el quilombo del trueno y la sinergia del musculo sano en los escombros de la selva. /¡Ay del dios que baile el currulao!”. Las hojas y ramas del guayacán son la vida que se respira a través del lenguaje, la embriaguez y el movimiento frenético. Todo nacimiento implica un baile, la tristeza y el tedio no son concebibles en el surgimiento de la vida y la creación, y por lo mismo no puede existir un dios que no sepa bailar (pero sí aquel poeta que, melancólico y meditabundo, tiene raíces en sus piernas)

La piragua desemboca, en los últimos capítulos, en un lugar invadido de música, de sonidos de tambores ancestrales. El ritmo que venía inmerso en un torrente insaciable se detiene por un instante para escuchar los latidos de la tierra. Los tambores son aquí la representación ya no sólo de lo sagrado sino también de la memoria y los ecos que provienen de los ríos y las quebradas. Las historias guardadas bajo las piedras devienen música, júbilo y danza perenne. El baile, a su vez, en sus diferentes manifestaciones en el pacífico, tradiciones milenarias, cuenta estas historias y las resignifica con el movimiento de los cuerpos alrededor del agua. Historias que hablan de dolores innombrables, dolores que son celdas y pobres gemidos sin máscaras pero que también arrancan la muerte de las piedras y florece la vida para reiniciar el ciclo. No es el silencio, como pensaba Huidobro, sino la percusión la que aparece cuando la tierra da a luz un árbol.
La Danza del Atrato es un viaje al interior de la vida, el cuerpo y sus potencias infinitas. Es también una reflexión sobre el sufrimiento histórico de los habitantes de las orillas del Atrato, afrodescendientes del Chocó, la danza y la poesía tejen para ellos una carretera de girasoles sobre sus muertos, se dignifica la existencia ante el infame paso de las balas. En concordancia con las nuevas corrientes de poesía latinoamericana, los poemas acuáticos y rítmicos de López no traen un aire fresco, como lugar común en muchas críticas modernas, sino el sonido del tambor, el ritmo, la conexión con el caos primigenio a través de la danza. Nosotros conocemos esa melodía. Es un trayecto al interior de la música que habita en nuestros cuerpos, aquella que escucha el cimarrón en sus sueños, y que hemos olvidado. La invitación, lector, es a que abras las páginas de este libro y escuches atentamente. En algún instante de la lectura es inevitable que, quizás inconscientemente, tus piernas se muevan, irrumpa el currulao con sus tambores e, inmerso en un par de latidos agitados, le reces a una deidad sin nombre.

Daniel Acevedo

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