Días Interminables
Cuando entiendes que vivir es suficiente, ya no tienes que luchar.
Autor: | Villanueva Esquivel, Camilo Andrés |
Colaboradores: | Avila Pérez, Alfonso José (Editor Literario) Avila Bustos, Camilo José (Diseñador) |
Todos tenemos una historia que contar. La mía está compuesta por una serie de sucesos que un día quise que no hubiesen ocurrido, pero de no haber sido así, tal vez no sería tan fuerte como ahora lo soy. Tuve que cruzar mares llenos de lágrimas y bosques encantados de alegrías. Muchas veces sentí que perdía el único impulso que me quedaba para seguir; y justo cuando se intentaba escapar, lo atrapaba con ambas manos para aferrarme a él. Caí al abismo o estuve a punto de hacerlo. Y sentí miedo, mucho miedo. Hace cinco años sufrí una de las pérdidas más grandes de mi vida. El tiempo me hizo soltar la mano de la segunda mujer que me vio crecer; y no es fácil, nunca ha sido fácil para mí decir adiós. Por eso, estuve largas jornadas viendo cómo caían lágrimas en mi escritorio al escuchar una canción de Rocío Durcal, y me sentí muerto por dentro. Sin mencionar las veces que imaginé su voz en medio de la soledad y dibujé su risa en el aire, esa que a ratos olvido. Después llegó lo más doloroso: ver cómo mi forma de ser explosiva se disipaba en el tiempo. Dejé de sentir la misma emoción al subir las escaleras que conducían a su apartamento, y los roscones de arequipe con leche ya no sabían igual. Ninguna mano llena de pecas me acariciaba de la misma forma cuando estaba triste. Tuve que luchar incansablemente con personas que querían sostenerme de los brazos para evitar que cayera, mientras me dedicaba a buscar piedras que me obligaran a tocar el suelo. No había silencio que no disfrutara y aprovechara para revivir momentos hermosos. Recuerdo cómo sucedió todo: una semana antes, había presentado un dolor fuerte de estómago que la llevó de inmediato al hospital. Estuve a su lado durante cinco días compartiendo el mismo espacio. La habitación estaba ubicada de tal forma que podíamos observar un colegio desde la ventana. Había un baño pequeño; frente a él, un espejo y un lavado. La cama, el televisor, un sofá y el clóset conformaban el resto del lugar. Las primeras horas estuvimos hablando sin agotarnos. Nos hacíamos bromas, las mismas que solíamos hacernos años atrás. Cuando dormía, me acercaba a sentir su respiración. Las noches eran largas a causa del dolor, así que mi labor era fastidiar a la enfermera para que llegara a inyectarle cualquier medicamento que la hiciera descansar. Yo la vigilaba, luego dormía unas cuantas horas más hasta la siguiente ronda. Y así. El jueves veintiuno de junio fue el último día que dormí a su lado. Recuerdo que esa noche se levantó a eso de las doce para ir al baño, cruzamos algunas palabras, las mismas que escuchaba por medio de la puerta que estaba entre abierta. Su voz se arrastraba, casi tocando el suelo, y un desaliento raspaba su garganta entre oración y oración. Tomé fuerzas para decirle que no perdiera la esperanza; habíamos llegado muy lejos y ahora necesitaba de su apoyo para que mejorara. Al día siguiente, estuvo sentada en una silla plástica de color blanco durante toda la mañana. Tengo su imagen grabada en mi mente; la posición de sus manos sosteniendo su cabeza, sus ojos y boca cerradas. Yo había escrito una poesía para ella en la que mencionaba la necesidad de que todo mejorara. Porque mejoraría, o eso pensé. Ella respondió a la lectura diciendo qué lindo, sonreí y salí de la habitación con rumbo a casa para descansar. El martes veintiséis en la jornada de la mañana fui a visitarla después de estar en una entrevista de trabajo. Estaba en la unidad de cuidados intensivos, en la última cama para ser exactos. Llevé una nota con algunas metáforas unidas por líneas de anhelos. Mi intención era leérselas todas y que ella, al igual que el viernes, sonriera. Al llegar a su cubículo, sentí cómo todo el dolor que no había sentido antes se impregnaba en mi cuerpo: la encontré conectada a un respirador y algunos otros equipos médicos. Sus ojos cerrados como la última vez que escuché su voz, sus manos seguían teniendo las pecas que la caracterizaban, y aún podía sentir su presencia. Nunca había experimentado tanta tristeza dentro de mi pecho. El desconsuelo era inexplicable y, a partir de ese momento, supe que el sol no brillaría de la misma forma sin ella viéndolo a mi lado. Si en algún momento sentí que caí, en realidad seguía de pie porque caer era doloroso; y si en algún momento me sentí vacío, en realidad estaba lleno porque estar vacío era como creer que tenía alas mientras caía. La última vez que leí para ella fue frente a su tumba. Le di un beso de despedida y supe que sería también la última vez que vería su rostro maquillado por la desesperanza. Y a partir de ahí empecé a caminar sin rumbo. Las calles eran eternas y los días interminables. Meses después encontré una forma de desahogarme y filtrar toda esa tristeza que estaba carcomiéndome aquí adentro. Empecé a escribir innumerables cartas. Había días en los que escribía sin detenerme, hoja tras hoja, acabándome toda la tinta del plumero. A veces podía sentir la tranquilidad habitarme, otras veces sentía que no era suficiente; y es que esa era la única forma que tenía para decirle todo lo que necesitaba que supiera, sin pensar en que no podría leerlo, ni responder. Con el tiempo, comprendí que mi tía no hubiese querido que pasara un año completo extrañándola de la forma tan dañina como lo estaba haciendo. Su adiós no fue una opción y debía reconocer que los años que estuve a su lado aprendí grandes cosas, como dejar que las cosas sigan su rumbo o tomar distintos caminos cuando se va al mismo lugar. Ahora soy libre al momento de escribir: lo hago para soltar peso, a veces escribo para encontrarme y otras para perderme; nunca falta el día que quiero alejarme de todo y construir una bonita realidad a base de letras. Al fin entendí que la vida pasa frente a mí y, de la mano, se lleva las personas, los momentos, el tiempo, las lágrimas, las sonrisas, las canciones, las historias, los lugares, fotografías, dibujos, poesías, letras y todo lo que alguna vez ocupó una esquina en mi casa, todo lo que en algún momento me hizo feliz. Pero yo decido seguir con ella o desvanecer con el resto de cosas que también, una vez, tuvieron miedo de expresarse. Y mi tía continúa aquí, en cada letra e incluso cada signo de puntación: ella me inspiró a seguir. Camilo Villanueva