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ISBN 978-958-59050-1-6

La taberna del ahorcado

Autor:Carrillo Hernández, Oswaldo Andrés
Editorial:Fundación Domingo Atrasado
Materia:861CO - Poesía colombiana
Clasificación Thema::DCC - Poesía moderna y contemporánea (desde 1900 en adelante)
Público objetivo:General / adultos
Colección:Cantos rodados
Disponibilidad:Disponible
Estatus en catálogo:Activo
Publicado:2015-10-28
Número de edición:1
Número de páginas:86
Tamaño:14x21cm.
Precio:$30.000
Encuadernación:Tapa blanda o bolsillo
Soporte:Impreso
Idioma:Español / Castellano

Reseña

Observa Hans Magnus que la forma en que está diseñado el mundo aumenta la lista de los perdedores. Y así es. Sin embargo, esto no se puede considerar una crítica sino una descripción. Casi un elogio. Un mundo de seres retorcidos por la edad, la angustia o la certidumbre, es un lugar ideal para los creadores. Y más para el poeta que siente la vida como una “inauguración de cavernas” y trata de hallar la raíz de las emociones en lo estéril y manoseado del yo, o en el desorden de la realidad porque la tierra es una cantina donde todos, comenzando por Dios, nacen bajo los efectos de la embriaguez, buscando argumentos como se buscan paredes para sostenerse. Por eso la imagen de vidrio empañado de los elementos y nuestra incapacidad para narrar los presagios o encontrar la palabra justa al nombrar lo conocido: el árbol necesita otros nombres. Quizá lo podamos llamar corteza y hoja, y tal vez sombra y leña, y ni siquiera así se abarca en su totalidad. ¿Qué diremos de la lejanía, el crimen o los sueños? “Ya no existen límites para nombrar las cosas”, susurra el borracho. Y suelta imágenes que se enredan y se pierden, y luego afloran en otra parte, en una evidente metamorfosis. La poética de Andrés no desdice de ese argumento. Aquí podemos ver la cosmogonía de un ebrio: noches impares, máscaras fatigadas de un carnaval, la voz intraducible de la lluvia sobre los tejados y una mujer que baja todas las mañanas a lavar sus penas en la transparencia de los lagos. Otros, menos crédulos, verán la enfermedad o la duda en la sentina de un velero que fatigó océanos y registró puertos, bajo estrellas febriles. O verán el paso firme de las tolvaneras y la señal del lictor que ordena las ciudades y provoca las estaciones, o sentirán una montaña resquebrajada por donde asoma el verso como por entre espacios en blanco. La misión del poeta es descubrir el camino; la del lector poblarlo de fantasmas y endriagos. Aquí está la luz acerada del mediodía y el rojo poniente de la llanura, el río hecho de madera y tiempo, la palabra que afirma por primera vez, y el cansancio. Está el hombre que nació para cantar, no aquél que pregunta quién soy. Porque si aún no lo sabe, no importa, el canto va desenredando su espíritu hasta traerle el convencimiento de que la verdad crece sobre la confusión y la hierba. Está la conciencia plena de lo transitorio: “soy una burbuja que cruza la calle”. Y está el ahorcado, como el farol que ilumina a los transeúntes anunciándoles que “la muerte, a su pesar, es justa”. Quizá esté el universo con su galería de astros monótonos y confusos, y tengamos que deducirlo de las líneas entrecruzadas de estos poemas. Y los comprenderemos, tal vez los comprenderemos “cuando los dioses se arrepientan y nos entreguen su fe en delgadas culpas”. Y la sobriedad regrese al dominio de los hombres. Juan G. Ramírez

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