18 cuentos latinos
Autor: | Ramos Morales, Rafael Andrés |
Mientras leo y repaso tranquilamente los originales de este libro, frente al mar que espejea bajo el sol implacable de febrero, un alcatraz que pasa frente a mi ventana me obliga a suspender la lectura. Se me queda viendo como si yo fuera un bicho extraño. Para él lo soy. Él, en cambio, no lo es para mí. Creo, por el contrario, que es el animal más bello de la naturaleza. Ya dije alguna vez que el alcatraz no es un pájaro; es un barco que vuela. Me distraigo mirándolo. Es entonces cuando me pongo a pensar en lo que está pasando con los nuevos escritores colombianos. Cierro el libro y los ojos. El alcatraz se va. Un ejemplo que parece mandado a hacer sobre medida es el de Rafael Ramos Morales, autor de dieciséis historias de las dieciocho que aparecen en este volumen. No ha llegado a los treinta años y ya estudió periodismo, producción de radio y televisión, liderazgo cultural, promoción deportiva. Es un experto en fotografía y todavía le queda tiempo para trabajar en ministerios y gobernaciones. No sé cómo diablos hizo –ni a qué hora lo hizo-- para escribir estos cuentos magníficos que primero lo sorprenden a uno y después lo deleitan. La verdad es que si uno lo piensa con cuidado no hay nada de qué asombrarse: los muchachos de hoy son así. Su vida es un vértigo, un torbellino frenético, un remolino de agua y viento. Por eso es que el mundo, manejado por ellos a través de un computador, se ha globalizado. Sus puntas se tocan, como cuando uno dobla un pañuelo. Ya no existe diferencia alguna entre un arrozal de Vietnam y una calle de Barranquilla. Los jóvenes transformaron el universo. Rafael lo sabe mejor que yo y por eso es que, medio en broma y medio en serio, él mismo lo describe como “la modernidad”. Pero los textos de Rafael demuestran una gran lección en medio de semejante arrebato: que la vida es frenética, ciertamente, pero la creatividad, por el contrario, es serena. Los nuevos escritores, como Ramos, son unos magos para darnos a sus lectores la sensación de que escriben sus relatos al desgaire, con algo de descuidado, como si estuvieran despeinados. Son cosas del estilo. Lo que uno descubre, en cambio, es el cuidado con que elaboran cada párrafo. Una cosa es el estilo y otra, muy diferente, es el alma. Por ese motivo, en medio de la burla juvenil del ecumenismo, mientras se solazan con el internet y las redes mundiales, a los muchachos se les nota en el fondo de cada relato el apego a la tierra, a su gente, a su aire. Porque en la literatura auténtica, como en aquella obra inolvidable de Mejía Vallejo, “la tierra somos nosotros”. ¿Quieren una prueba adicional de estas afirmaciones? Miren que los jóvenes de nuestro tiempo hablan de la cloud, se les llena la boca con el facebook y se pasan la vida consultando el Google. Escriben cartas desde Londres o narraciones sobre Nueva York a las nueve de la noche. Pero a la hora de publicar un libro, como este, lo titular “18 cuentos latinos”. Latinos. No puedo pasar por alto, a pesar de la brevedad que me impone una presentación, que me ha conmovido en estos cuentos la belleza del lenguaje, la maestría al usarlo, la propiedad al escribirlo. Me emociona. A fin y al cabo, la palabra es nuestra propia esencia. La palabra es el invento más prodigioso que se le ha ocurrido al hombre desde que puso el primer pie sobre la Tierra que aún estaba caliente. Solo me resta decirle a Rafael Ramos que no desista, que siga escribiendo y rompiendo, que vuelva a escribir. Tiene talento, sin duda, pero tiene que añadirle la disciplina. La disciplina es dolorosa, pero sin disciplina el talento no es más que un desperdicio. Un desperdicio que duele más todavía. Y, finalmente, quiero dejar registrada mi opinión sobre las otras dos historias que figuran en este libro. Y sobre sus autores. Fidel Ángel Morales, más joven que Rafael, se define a sí mismo como un apasionado por la música y los animales. No hay una combinación más bella que esa a la hora de escribir. Uno puede confiar en un escritor que oye sinfonías. Faulkner solía decir que escribió lo mejor de su obra mientras escuchaba a Bach en un tocadiscos. Y Mabel Morales, que además se apellida Polo, es el polo que mantiene a estos jóvenes agarrados a la realidad, a la vida cotidiana, al calor de cada día. Para que no se extravíen en un laberinto de fantasías. El aterrizaje es duro, a veces dramático, pero de eso se nutre la buena literatura. Como la que campea en las páginas de este libro, que vale la pena. Juan Gossaín