Antiguos placeres
Autor: | Guardiola Sarmiento, Tatiana |
PIANO DE COLA El día que cumplí la edad de retiro suspiré con ingenua felicidad. Deduje que ya podía dedicarme a perfeccionar el trinar de mis canarios, regar las margaritas, tocar el piano, cantar boleros; y a todo cuanto me habían privado el rigor y los afanes del trabajo. Solo me ataba la incómoda tarea de visitar al notario cada trimestre, en medio de colas, para dar revés a la yema del índice derecho en tinta azul y de ese modo, con mi huella afirmar ante los hombres y ante la ley que la barba que a diario afeitaba, la calva, mi hernia y mis neuralgias me pertenecían. De mi mesada pendían como racimos de uva: mi mujer Ester, su madre, sus dos hermanas y el hijo que tuvo antes de nuestro matrimonio. Aprendí a amar ese dedo más que a cualquier otra parte del cuerpo. Lo colocaba sobre mis labios en solicitud de silencio, se volvía amenazador y crítico en las audiencias, era la mejor pinza con la que estiraba y paladeaba espaguetis: el que brindaba sazón a las carnes que preparaba. El único dedo que articulaba al transcribir en mi máquina eléctrica, era RE en mi piano de cola C. Bechstein, rechiflaba con su ayuda en los partidos de béisbol, era anestesia cuando tenía dolor, miedo o ira, porque lo mordía tan duro que se amorataba y mientras recobraba su color, se desvanecía la tensión. También, en el baño, con un poco de agua y ese mismo dedo, me aseguraba que no quedaran partículas en mi ano estreñido. En la íntima penumbra, pegado al cuerpo de Esther, primero con el tentáculo índice hormigueaba sus pezones y descendía acrobático a sus territorios. Éramos mi dedo y yo. Ester se daba cuenta. Por eso, cuando ya estaba apuñalado, ella me cortó el dedo y lo conservó húmedo bajo las tablas de pino del piano. Me mató dos veces. Le hubiera bastado cercenar el dedo para saberme muerto. Mi huella insepulta, ahora asiste cada tres meses al notario, a financiar la traición.