Cuando va a llover, llueve
Autor: | Sánchez Caballero, Freddy de Jesús |
Después de un fortuito encuentro con el diablo, mi abuelo Mateo Caballero quedó completamente ciego. Nada pudieron hacer los yerbateros y rezanderos de la región para devolverle la vista; pese a los cuarenta días con sus noches que el viejo tuvo que soportar sobre una troja de cuatro metros de altura, a punta del humo de hierbas medicinales, y sahumerios de todos los compuestos mágicos reconocibles. El negro Mateo, heredó su apellido de mi tatarabuelo, que a su vez había perdido el suyo africano, en el bautizo que su amo, un aragonés de dudosa hidalguía, “noble y señor feudal”, impuso a todos sus vasallos, para camuflar entre ellos a sus propios hijos bastardos con las esclavas.
Don Juan Sánchez se estableció en Lorica como un noble navarro de notorios pergaminos y antigüedad, que remontaba su linaje hasta la edad media, bajo el reinado de Don Sancho I el Enigmático. Fungió como un próspero comerciante de telas y abarrotes, pero pronto se vio superado por la malicia de los turcos, y tuvo que mandar al demonio su hidalguía, para multiplicarse en la sabana de Córdoba vendiendo cachivaches y haciendo de todo lo que a los Zenúes, Chimás, Araches, Mulatos, Zambos y Chilapos, les fuera menester en cada caserío. Dos generaciones después, y gracias a sus empíricos conocimientos matemáticos, Juan Sánchez Conde —Mi padre —, fue rápidamente reconocido como un hábil agrimensor, midiendo palmo a palmo cada centímetro de tierra, y “desfaciendo entuertos” en cada lindero de todo el valle Zenú. En medio de una acalorada repartición de tierras cenagosas en Tierralta Abajo, se encontró de repente con los ojos mulatos de una de las hijas de Mateo Caballero —Juanita Caballero Cantero—, y supo de inmediato que sería la madre de sus trece hijos. Y aquí estoy yo, el último…