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ISBN 978-958-57625-1-0

El sentido de su vida

Autor:Tuiran, Maria del Socorro
Editorial:Cooperativa Nacional de la Palabra
Materia:863CO - Novelística colombiana
Publicado:2013-10-24
Número de edición:1
Número de páginas:83
Tamaño:21.5x14cm.
Precio:$20.000
Encuadernación:Tapa blanda o bolsillo
Soporte:Impreso
Idioma:Español / Castellano

Reseña

Prólogo

PARA COMPRENDER LAS SOMBRAS DEL HASTÍO

Estar preparado es importante,
saber esperar lo es aún más,
pero aprovechar el momento adecuado,
es la clave de la vida.

Arthur Schnitzler

Dialéctica, amorosa y comprometida con el porvenir. Decirlo todo como condición misma que exige la vida para la esperanza, tal como lo dijera Paúl Eluard “Mostrar la multitud y también cada hombre, con cosas que lo animan y cosas que lo angustian y en sus tiempos de hombre todo lo que él enciende. Su esperanza y su sangre, su historia y su dolor”.

Esta es María del Socorro Tuirán, una mujer que desde la distancia construye la historia de un hombre que ve incierta su existencia por los pormenores que le proyecta su espíritu indeciso,- mientras el amor-, transfigurado en viejas cartas, cuyas palabras sólo sirven para observar como la vida y el deseo de sentirse nuevamente animado por lo inevitable, lentamente se carcome salpicado por la realidad.

La novela que tenemos ante nosotros es el fiel reflejo de las grandes rebeldías del hombre a través de la historia, es la desenfrenada búsqueda de aquellas intenciones que apenas tentadas, desatan enormes contradicciones como aquella en la que Alberto Villarreal no sabe a ciencia cierta cuanto tiempo ha pasado entre el último te quiero y la intención de un fuerte abrazo.

Alberto Villarreal, nuestro protagonista, En vertiginoso descanso, crea un equilibrio entre la vida, la muerte y el silencio, para mí es una fatal decisión sabiéndose abandonado en medio de tanta gente, -curiosa situación- generalmente aquellas almas que buscan el asilo permanente para sus días no pueden escatimar en distancias ni tiempos, eso significa no dar a la espera las palabras comprometidas: su amor en entrega, -el de ella- poco a poco se desvanece, así lo dice su carta:
“Me he preguntado si todo esto no te estaría haciendo daño también. Al oír lo que me dices amor, no podemos sino encontrarnos en conflicto con las realidades actuales de nuestras vidas; en ese sentido es que me hago tantas preguntas. Esas preguntas me las hago también ante Dios”.

Alberto Villarreal debió sumergirse en Eluard: “Fuego fértil de semillas de manos y de palabras, fuego de fiesta que se enciende y abriga los corazones”. Pero no comprendió el llamado de la vida y su existencia siguió dilatándose en medio de la desesperanza.

Pero la vida sigue, y los hombres se encargan de marcar con sus actos el hilo conductor de su propio ser. Sólo cuando los hombres encuentran la razón de un amanecer, lo interesante de un nuevo día y saben interpretar el valor del amor, están listos para enfrentar el gran dilema de la existencia y el poema de Ibarra Merlano puesto en la línea de fuego es contundente:

“Corazón, meditando en tus andanzas, hay un esquema que lo explica todo. A cada golpe de la vida mezclas un poco de la muerte, en tal manera que al final de los días navegados habrás sumado con igual medida las mismas cantidades de la muerte a los instantes que tuviste vida...
...Precario pulso que destruye el tiempo latido, equilibrado en el silencio, parte sus rumbos entre ser y nada. Buque fantasma al fin habrás singlado vida encendida en mares De la nada”.

Esta novela habla de las voces que todos ocultamos y que desgarran a grito pleno los adentros del alma. Es lo que cada uno tiene que decir alguna vez. El estilo claramente posmoderno y fresco de la autora, su prosa rápida y liviana al mejor estilo europeo, nos llevan por los ya sondables recodos del alma de un hombre y una mujer que sufren su amor y su amor con desanhelo. Este es un tema común, con un lenguaje especial, para un público distinto; escondido en la cotidianidad nuestra de hoy.

Alberto Villareal, es en su sombra, la extensión de cualquiera de nosotros en un instante de la vida exacta. Sus miedos y decisiones, afectos y contradicciones. En él se refleja los quiénes y los cuándo que han desgastado nuestros días en concretas incertidumbres. Sirva pues, este recorrido onírico para adelantarnos un poco a nuestras vidas y quizá, poder evitar una que otra sinrazón; distinto al destino de nuestro protagonista. Esta es apenas una de las razones que hay para leerlo, para asumir su sombra a cada página y meditar con él y desde él, la vida.

Jorge Nazim Artel Alcázar
Colombia, Octubre de 2013

El Sentido de su Vida

Ese once de abril de 2013, Alberto Villarreal se despertó más temprano que de costumbre. Era aún de madrugada, el sol no aparecía, ni el rocío se posaba sobre las hojas, la noche era oscura, la luna llena no brillaba lo suficiente para aclararle, aunque fuese un poco, el cuarto donde se encontraba. No se oía ni el ladrido de un perro, sin embargo se podía escuchar el aleteo de una mosca al pasar. Sentado en su cama, comenzó a buscar, encima de la mesita de noche, su mejor compañía en esas madrugadas de desvelo: su radio pequeño. Quería escuchar “lo que sea”, música, informaciones, pero ante todo quería que el vacío que sentía alrededor suyo, así como dentro de sí mismo, se llenara de algo. No quería ver, más bien no quería sentir el tiempo pasar; no quería tampoco oír el tic tac del reloj de la cocina que lo volvía loco. Al fin, sintió bajo sus manos el transistor, presionó automáticamente el botón para encenderlo; lo reconocía de memoria al hacerlo tantas veces, no necesitaba mirar. Desde algunos meses se convirtió en su propio reflejo, cuando perdió la tranquilidad de su sueño. Pero para su sorpresa, no salió ningún sonido del aparato; creyó que hundió un botón equivocado. Meticulosamente tocó cada uno de los botones, como quien toca las teclas de un piano, hasta que presionó de nuevo el mismo botón, obteniendo el mismo resultado. Una rabieta sorda comenzó a instalarse en él.

En efecto, el día anterior se dio cuenta de que el radio se quedó sin pilas, pensó encargarlas al mozo cuando iba a la tienda del caserío más cercana a realizar sus compras, para que se las trajera y se le olvido. Eso le pasaba con frecuencia, nunca tuvo la costumbre de anotar, de hacer lista de compras, de escribir en una agenda las citas, ni de llevar las cuentas. Más de una vez en la vida se encontró en la situación actual, pero no lograba aprender. Además se dio cuenta que desde hacía poco tiempo olvidaba las cosas con más frecuencia:

- ¿Pero qué le pasaba? ¿Será que el alemán empezaba a anunciarse?- Se preguntó.

Le dio tanta rabia su estado de impotencia al no poder hacer lo que quería, lo que deseaba en ese preciso instante. Cogió el pequeño aparato y lo tiró al otro extremo de la pieza. Menos mal no encontró nada más al alcance de su mano, de lo contrario hubiese hecho desastres. Menos mal que el aparato era resistente y no se desbarató, seguro que más tarde lo necesitaría. Menos mal que en su soledad no tenía que darle explicaciones a nadie. Si algo le causaba más disgusto era oír:

- ¿Qué pasó, por qué, qué hiciste, dónde y con quién estabas?

Se levantó y buscó la forma de calmarse. Se sentó en la mecedora que le extendía los brazos, al pie de su cama. Trató de cerrar los ojos y de encontrar de nuevo su sueño con anhelo. Un desasosiego lo embargó recordándole que desde algún tiempo lo acosaba y le robaba cada minuto. Se sentía lleno de angustia con ganas de gritar. Llevaba dentro mucho dolor y tristeza. No se soportaba más. No sabía dónde meterse, ni cómo acomodarse.
No quiso prender la luz para ver si lograba dormir, se sentía agotado. Hacía tiempo que no lograba disfrutar de una noche entera de sueño. Durante el día tampoco podía relajarse, hacer una siesta, como todo costeño digno de ese nombre. Recordó que días antes dejó una vieja revista tirada en el suelo, se trataba de una Cosmopolitan. Mecánicamente la buscó tanteando en el suelo, la cogió con la esperanza de leer un poco y con ello poder volver a conciliar su sueño, engañándose a sí mismo. Se rascó la cabeza con mucha inquietud por ese desvelo inesperado.

Pasó las páginas buscando un artículo que recordó sobre las relaciones sexuales en la pareja: he aquí un tema que le interesaba especialmente, desde siempre. Movió su mecedora hasta otro lugar de la pieza, cerquita de la ventana a ver si allí entraba un tris de claridad. Al cabo de un rato, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Comenzó a echarle un ojo, y trató de concentrarse, y no lo logró. La luz no era suficiente para ver el contenido de las páginas. Le tocaba contentarse con sólo tocar las hojas de la revista y tratar de recordar lo leído la última vez. Más fue en vano. Los pensamientos fueron invadiendo su cabeza, de forma tan desordenada, que no identificaba lo que pensaba. Aburrido tiró también la revista al suelo. Ni siquiera recordaba lo que hacía. Las lágrimas invadieron sus ojos, como si fuera una vieja llorona, una de esas plañideras que contratan en los velorios de los pueblos, para que lloren a los muertos.

-¿Pero qué carajo me pasa? Parece que el cielo entero cayera encima de mi cabeza.-Se cuestionó.

Reunió las pocas fuerzas que aún tenía, se levantó, olvidó el dolor de piernas que le mortificaba desde casi un año y llegó hasta la cocina. Sin prender aún la luz, pero guiándose por puro instinto, cogió el primer vaso que encontró y lo llenó de agua de la pluma. Lo que deseaba en realidad era tomarse un whisky, un Old Parr, que tanto le gustaba. Un buen vaso de whisky, le hubiese ayudado a calmar ese sentimiento que no le abandonaba y que no lograba aún identificar.

Ni siquiera tenía una cerveza bien fría, ni una gaseosa, a su alcance. Se encontraba en un momento de su vida, como nunca jamás. Por primera vez sentía esta sensación. Ni siquiera cuando adolescente vivió algo parecido. En esos años lejanos, su madre siempre hizo todo lo posible para resolverle sus necesidades y caprichos. Cada vez que iba a salir, ella le daba un billete, se lo metía en su mano diciéndole: por si acaso. Nunca pensó encontrarse así, no tenía ni un peso en el fondo de su bolsillo.

Se refugió en la casa de su finca, en el campo, lejos de todos y de todo, para escapar al ruido, a la opulencia y al consumismo de la ciudad donde vivía con su familia. Tenía tantas deudas y le debía al banco, a sus hermanos, incluso a los amigos. En efecto, muchas personas de su alrededor le prestaron plata o le ayudaron generosamente, una vez que el banco lo abandonó. Pero él no lograba pagarle a nadie, no lograba levantar cabeza. Nunca pensó caer tan bajo, encontrarse en tal miseria y sentirse tan impotente.

Él era un hombre orgulloso, trabajador, no le tenía miedo a nada ni a nadie. Él aprendió más bien a tenerle respeto a la gente y a los eventos. Hubo épocas de pernicia en su vida, cierto. Hubo épocas, ya pasadas, en que tenía tanta plata, que ni siquiera se preocupaba al derrocharla. En esos casos, no se preguntaba si su familia pasaba necesidades, había suficiente para todos y para todo. Eran años en que, durante sus estadías en la finca, lejos de su mujer y de sus hijos, organizaba parrandas, contrataba grupos de vallenatos, de mariachis, de boleros, para que le tocaran la música que a él le gustaba, de corrido, durante varios días. Encargaba whisky, cerveza, cigarrillos, queso costeño, maní, aceitunas importadas, butifarra, lechona, buena comida para todo el que quisiera llegar. Pedía que invitaran también a todas las mujeres disponibles, eso sí, no cualquieras: tenían que ser las más bonitas que existían en todo el departamento. Se creía el rey. Le iba muy bien con el ganado y los cultivos. En ese entonces, él se creía que el mundo entero le pertenecía. En esa casa no había sino idas y venidas de hombres, de mujeres, muchas mujeres, muchas risas y carcajadas. Ésa fue su pernicia durante sus años de opulencia.

Cuando regresaba a la ciudad, en su hogar, era un hombre diferente, un hombre lleno de principios, sobre todo con sus hijas, las cuidaba como a la niña de sus ojos. La canción de Rafael Escalona, ésa que dice: “Te voy a hacer una casa en el aire, solamente pa´que vivas tú”, describía bien, cómo quería guardarlas y protegerlas de todo. Todos los domingos iba a la misa acompañado de toda la familia, leía su Biblia diariamente, pertenecía al Lyons Club, que durante años incluso dirigió a nivel nacional. Cuando le tocó organizar el matrimonio de su hijo mayor, su orgullo fue encargar buen vino de España, cajas de champagne que llegaron directamente de Francia, el buffet fue preparado por los mejores cocineros del momento, y hasta encargó la mejor orquesta de moda. Le costó trabajo convencer a su propia familia y a la de la novia, puesto la etiqueta prevé que sean los padres de la novia quienes asuman la fiesta. Pero lo logró del empeño que le puso.

-Para qué sirve la plata si no es para derrocharla en estos momentos- Le decía con orgullo a su mujer- quien trataba de frenarlo.

Ahora no le quedaban más que sus lágrimas para derrochar. Ni siquiera podía contar con su celular para entrar en contacto con el mundo. Su finca se encontraba en el confín de una ensenada y la señal no llegaba hasta allí. Se encontraba allá donde el diablo dejó la chancleta y le dio pereza volver a buscarla. Durante años le convino: así tenía razones para no contestar a su mujer y podía llevar libremente su derroche. Cuando estaba dispuesto a entrar en contacto con los otros o a dejarse ubicar, le tocaba recorrer el camino a caballo durante más de una hora y subir a una colina donde lograba captar la señal. Pero es que en estos momentos ni siquiera tenía minutos, desde hacía más de un mes ni siquiera pudo cargar de nuevo su celular.

No sabía qué hacer a esas horas de la noche, abrió la puerta y no identificó nada afuera, la oscuridad lo rodeaba todo, como un baile de negros. Eso sí, hacía fresco, fresco comparado al calor del día claro. No le quedaba más que resignarse a la realidad y, después de haber cerrado la puerta, pensó que podía intentar dormir un poco. Seguro no eran ni las tres de la mañana, así que sólo logró dormir dos horas, definitivamente dos horas no eran suficientes. Vio su cama pero resolvió meterse más bien en su hamaca, después de haber cogido una sábana, por si acaso le daba frío.

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