Zurcir
Autor: | Guzmán Rojas, Juan Carlos |
En este libro de Juan Carlos Guzmán esto tiene un doble sentido.
De una parte, sus dibujos hacen las veces de vasos comunicantes con poemas que rehúyen la verbosidad y que se niegan a la parla seudo-poética de hechos exotistas.
En una y otra orilla, la poética y los trazos de Guzmán hacen un eficaz maridaje.
Acá hay una afortunada fusión de trazos de acento intemporal que recalan en sus versos. Y todo sin falsas o calcáreas truculencias.
En “Cosecha”, el primer poema del libro nos anticipa una poética, un diálogo de la mano que escribe con la mano que dibuja: “mis manos son/ un recuadro de luz sin tiempo”, dice en uno de sus versos.
“Qué siglo de manos”, diría Rimbaud.
El poeta enfatiza en ellas, en las manos. Podría decirse que descubre “una ilusión quebrantada” cuando señala que sus manos marcan su viaje y tal vez también la ilusión de “hilvanar el mar”.
Siempre he sospechado que las manos no siempre hacen acuerdos en el cuerpo propio, que una mano bendice y la otra amenaza, con lo cual somos seres en permanente dicotomía.
Esto ocurre con un dibujo suyo que crea el encuentro de una flor y una mariposa que se integra al rosal como una parte de la planta. Señalo este anhelo de pintar con palabras y de escribir con gráficas en esa analogía, en esa mutación de una planta alada o de un pájaro vegetal.
El ascetismo del lenguaje de este poeta, la ausencia de gestos operáticos o grandilocuentes lo encuentro en su poema “Epitafio”, que es de la misma raíz de Epigrama, que en una de sus referencias al griego también quiere decir “escribir encima”.
El epitafio en mención dice en algo que no resulta ni heroico ni lastimero sobre una tumba: “Dolores cicatrizados/ mirada fecunda/ paz”.
Que un epitafio carezca de un tono lastimero y más bien acuda a un lenguaje corriente me lleva a pensar en el Cementerio de Sapanta, en Rumania, un camposanto de la risa donde los epitafios son burlescos en relación sobre todo con el oficio que ejerciera el difunto, carpintero, talabartero, enfermero o poeta.
Es una rara sensación que ante cada tumba de Sapanta los visitantes lleven acaso sin saberlo la flor de la risa.
El epitafio escrito o descrito por nuestro poeta no resulta burlesco sino invadido por la paz. Su poema habla de la sanación definitiva, entre en litigio con el dolor y también me hace pensar en las ironías de Edgar Lee Masters en “Spoon River”.
Hay expresiones elusivas en su poesía que no se centran en una realidad chata ni obvia. La noche para él, lo dice uno de sus versos, podría ser “cuando la oscuridad calla en el espejo”.
Bien lo sabe Juan Carlos Guzmán: un “Transeúnte” de las evocaciones. El ve las calles como “parientes lejanos que acompañan la infancia porque “la niñez solo tiene una fecha”.
Y sí, yo diría que llevándole la contraria más no el respeto a los historiadores, todo pasado tiene un solo calendario.
Hay una fiesta no siempre exultante en su poesía que lo asalta en medio de quebrantos: “todos los días/ los sueños por venir/ son el nacimiento de una sonrisa”.
Aún en los poemas amorosos no escamotea la dureza y la dulzura que se entreveran en el rodaje de sus días: “mis manos despiadadas de tigre/ se hacen dóciles al acariciarte”.
Su reafirmación de la infancia evocada, más que un tema es una vivencia que no abandona jamás al poeta, a quien sabe con Baudelaire que todo hombre sano puede pasar sin comer pero sin poesía nunca”.
Un aserto de poeta reitera que no tiene ojos sordos.
Espejos. Puertas. Ventanas y Patios pueblan esta poesía y la dotan de significados visuales y morales. Espacios que podrían aludir a heridas y festejos y a cuchillos rotos.
Una simple puerta sigue teniendo sonidos remotos y una ventana acompaña su sombra. Un espejo “de vejez prematura” acude a su memoria. (“Recuerdos de Enero”).
Las imágenes que atrapa en sus poemas me remiten a un aserto de Francis Ponge: “Estoy harto del hombre tal como es, estoy harto del recinto cerrado donde se muere” (“Memorandum).
Guzmán hecha vistazos “al hombre que todavía no somos”.
En todo esto que atraviesa su libro me asalta la idea surreal de que “la imagen es una creación del espíritu” que acá se mueve entre el diálogo y la palabra, aproximando dos realidades más o menos alejadas en nuestra cotidianidad divisoria y atrapada en compartimentos estancos.
También es un acierto, me parece, que este creador no se ciña de manera unívoca a surrealidades o a pensamientos mágicos previsibles como un programa estético.