Reseña

En las sociedades contemporáneas, atravesadas por la velocidad tecnológica, la fragmentación relacional y los múltiples desafíos a la convivencia democrática, el comportamiento humano ha dejado de ser un mero dato de lo privado para convertirse en un problema público y político.
No se trata únicamente de cómo se viste
alguien para asistir a una reunión, cómo se dirige a otra persona en un saludo formal o si respeta un turno de palabra. Lo que está en juego en cada uno de esos gestos es una forma de habitar el mundo, de reconocer al otro, de ejercer la diferencia con dignidad y de construir los marcos simbólicos que sostienen una vida social justa, ética y plural.
La cortesía, el protocolo y la etiqueta han sido tradicionalmente leídos desde una mirada elitista, eurocéntrica o reducida a formalismos superficiales. Sin embargo, recientes desarrollos en las ciencias sociales, la educación, la antropología y los estudios culturales han demostrado que estos códigos no son en absoluto neutros ni triviales.
Al contrario, son tecnologías sociales complejas que organizan la interacción, marcan jerarquías, definen quién pertenece o no a un grupo, y establecen –muchas veces de forma silenciosa– las reglas del reconocimiento o la exclusión. Como ha subrayado Pierre Bourdieu (1991), todo gesto cotidiano puede ser una manifestación encarnada del capital cultural, una expresión del habitus, o incluso una forma de violencia simbólica.